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EL RELATO DE UN PERIODISTA BRASILEÑO QUE VIVIÓ EL GOLPE DE HUGO BANZER



Foto: El hijo de 10 años de un periodista brasileño dibujo el bombardeo de las fuerzas banzeristas a la UMSA durante el golpe de estado de Hugo Banzer.

Del libro: En el ojo de la tormenta: América Latina en los años 60/70. De: Paulo Cannabrava Filho / Plaza y Valores Editores / Sao Paulo Brasil – Primera edición 2003.

No era fácil caminar por las calles con los francotiradores en el alto de los edificios y en los techos de algunas casas, y los comandos falangistas disparando a todo lo que se movía. Caminábamos Carvajal y yo, uno a cada lado de la calle, pegados a las paredes, el uno dando cobertura al otro, pre escrutando techos y ventanas. Éramos blanco fácil en la noche de luna llena.
En la asistencia Pública dijimos que queríamos saber la situación de las personas y la cantidad de los muertos y heridos. Nos dijeron que fuéramos a la parte del fondo. Entramos, cruzando un pacillo inmundo, lleno de trastos, hasta un patio interno. Allí había una pila de cadáveres vestidos y unos cuatro desnudos, uno al lado de otro. Un empleado con delantal que un día fuera blanco, lavaba a uno de ellos utilizando una manguera. Junior no se sintió bien y salió. Pregunte si tenían los nombres de las víctimas. No, hasta ahora no están identificados, si buscas a alguien puedes verificar si esta –dijo apuntando a la pila-. Jale el cadáver de una muchacha con pañuelo rojo en el brazo y chamarra caqui en la cual se podían ver pequeños agujeros de balas, probablemente de M-16; en uno de los bolsillos una tarjeta de la Confederación Universitaria Boliviana. Los demás unos 16, eran hombres, ninguno que pudiese ser identificado, Junior me vino a buscar. Había apuntado el nombre de unos 30 heridos que estaban siendo atendidos. Los más graves eran llevados en ambulancia al hospital militar. Llame a Iriart por el teléfono dándole información. Salimos con la intención de ir a casa… Fue un 21 de agosto del que nunca más olvidamos. Yo estaba preocupado quería saber la situación en casa. Vivía cerca de Laikakota, en una calle en la que había dos hospitales y una zona militar. Cuando llegamos con todo cuidado, a la plaza del estadio, más o menos a la mitad del camino, un grupo de estudiantes había terminado de incendiar un carro de asalto con bombas molotov. Nos pararon gritando: ¡Patria o muerte! Instantáneamente respondí: ¡Venceremos! Nos identificamos como periodistas y compañeros. Nos informaron que los milicianos habían tomado el Laikakota y luchaban para tomar el cuartel de Miraflores. De un teléfono público pase las informaciones para Iriart.
Seguimos el camino escoltados en parte por tres combatientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN)… En casa estaban todos bien, aunque muy asustados. Algunas balas disparadas en el Laikakota habían alcanzado las ventanas del frente. Fue preciso calmar a los niños y ponerlos en las áreas más protegidas de la casa. Comimos algo. Junior quería ir para su casa. Yo lo acompañe hasta la plaza del estadio, imaginado que por ahí podía haber gente del ELN para escoltarlo. La había.
Volví solo. Las calles en silencio y desiertas. De pronto escuche el ruido de un motor, probablemente un tanque. Me escondí detrás del muro del jardín de una casa. Una tanqueta y un carro de asalto pasaron iluminando las fachadas de las casa sus focos. Espere que pasaran y los seguí, con cuidado, arrimado a las paredes. Nunca el camino hacia la casa fuera tan largo. Entre en la calle. Creo que en ese momento me vieron porque una luz ilumino la esquina a mis espaldas. Corrí unos 50 metros con todas mis fuerzas y entre en la casa. Me esperaban con la puerta abierta. Tan pronto la cerré, el reflector de un carro de asalto ilumino la fachada. Decían por altoparlante que nadie debía dejar sus casa porque había sido decretado el toque de queda.

La casa era de una sola planta, pero como el terreno era inclinado, para entrar había que subir una estrecha escalera que pasaba al costado del garaje cuya puerta estaba al nivel de la acera…
Una vez pasado el susto me di cuenta de la nueva situación. Habían en la casa nueve personas que habían combatido en el Laikakota. Estaban muy sucios y todavía llevaban sus armas. Entre ellos Mario Monje y otros comunistas y combatientes del ELN…
Cuando amaneció, vimos con sorpresa un gran movimiento de gente en la calle. Nuestra casa estaba ubicada a unos cien metros del Hospital Militar. Eran personas preocupadas buscando a sus familiares ue formaban grandes colas para ser atendidas. Y había soldados y carros militares por todas partes. Todo ese movimiento facilito en algo nuestra vida. Algunos compañeros, menos buscados, pudieron salir y mezclarse a la gente. Despacio a lo largo del día, logramos sacarlos a todos. Quedaron armas, fusiles nuevos y viejos, pistolas, revólveres, municiones y una buena cantidad de dinamita, rollos de pabilo y cajas de detonadores.
Matilde, que trabajaba en el servicio de la casa, era una joven excepcional. Estaba enterada de todo lo que ocurría y nos ayudaba incluso a cuidar las dinamitas que teníamos almacenados en el armario de la cocina. Era la mañana del 22, salió para comprar pan y algunos embutidos, pues había que alimentar a toda la gente, y tardo mucho en volver. Cuando llego le preguntamos por qué, Ella nos explicó que fue a comprar en panaderías de casi un kilómetro de distancia para no levantar sospecha. Era conocida en el vecindario y sabían que no había por que comprar tanto pan y tanta comida. Una elemental medida de seguridad que no se nos había ocurrido y que Matilde adopto intuitivamente.
Al día siguiente, la muchacha recibió un mensaje de una amiga de la familia dando cuenta de que su hermano había muerto en combate y que su mama la necesitaba. Nos pidió permiso y se fue. Al día siguiente estaba de regreso. “¿Por qué no te quedaste con tu mama más tiempo?”, le preguntamos. “Mi hermano está muerto, y muerto esta; ahora hay que cuidar a los vivos. Yo vine a ayudarlos a cuidar a los vivos”. Su hermano era recluta en el ejército y cayo combatiendo a los que ella ayudaba. Matilde se quedó con nosotros hasta el último momento en que estuvimos en La Paz y al despedirse recomendó: Si ustedes vuelven acá, pongan un aviso en la radio, en el programa aimara, que yo vengo.

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