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CONFINADOS EN PUERTO CAVINAS

Foto: Puerto Cavinas 22 confinados. Foto proporcionado por David Acebey Delgadillo. / 
Hasta donde la memoria y la nitidez de la imagen lo permiten, puedo mencionar en esta fotografía de 22 de los 57 confinados a: Paulino Méndez, Dulfredo Rua, Cosme Reyes, Luis Aguilar, Floduado Ordoñez, Cayetano LLovet, Alejandro Huaranca, Jaime Camacho y Alberto Bonadona. Del personal militar están: Jorge Velasco, Juan Rocha y Alfredo Ríos.

Por: Carlos Soria Galvarro / Dossier actualizado sobre el confinamiento en Puerto Cavinas (1980)
Es muy importante publicar documentos y testimonios sobre el confinamiento en Puerto Cavinas, entre agosto y noviembre de 1980, sobre todo porque los funcionarios del Ministerio de Justcia encargados de elaborar las listas de presos, torturados, exiliados y perseguidos tuvieron un comporamiento extraño, no se sabe si por ignorantes y estúpidos o por cumplir instrucciones de “arriba”
Contra todo lo que podría pensarse del actual gobierno, buscaron eludir la aplicación de la ley 2640 (de 11 de marzo de 2004) sobre el resarcimiento a víctimas de la violencia política durante los regímenes inconstitucionales. Lo hicieron con exigencias pueriles y mostrando no solamente un increíble desconocimiento de lo ocurrido en el país, sino tambien un marcado desprecio y falta de respeto por las personas afectadas, a las cuales re-victimizaron.
De las listas parciales publicadas y de la nómina manuscrita levantada en Puerto Cavinas el 26 de octubre de 1980 se concluye que 57 presos políticos pasaron por ese lugar de confinamiento en esa ocasión. La mayoría habían sido detenidos el 17 de julio en La Paz en el asalto a la Federación de Mineros, sede de la COB, y fueros llevados a Cavinas el 1 de agosto. Otro grupo de 12 personas del centro minero de Caracoles, fue trasladado a Cavinas desde la localidad de Puerto Rico, Pando, el 14 de septiembre, junto a otro grupo de 8 ciudadanos detenidos en La Paz, Oruro y Sucre. Tres del primer grupo fueron trasladados a Cobija por razones de salud.
Esta es la nómina en orden alfabético, las referencias que aparecen en la lista manuscrita han sido brevemente ampliadas.
Alberto Bonadona Cossio (Catedrático universidad)
Alejandro Huaranca Tapia (Agricultor – Río Abajo)
Amador Villavicencio (Ingeniero civil – Potosí)
Andrés Allen Barrios (Obrero Mina Caracoles)
Antonio Pérez Argollo (Obrero Mina Caracoles)
Arturo Villanueva Imaña (Sociólogo)
Ascencio Quispe Quispe (Portero Central Obrera Boliviana)
Carlos Soria Galvarro (Periodista, “Radio Continental”, La Paz)
Carlos Tarqui Capa (Ferroviario de Comanche)
Cayetano Llobet Tavolara (Sociólogo)
Cosme Reyes Valverde (Portero Senado Nacional)
Cristóbal Aguilar (Artista – La Paz)
David Acebey Delgadillo (Fotógrafo – Prensa)
David Chávez Alandia (Empleado cable West Coast)
Dulfredo Rúa Bejarano (Diputado Nacional)
Eduardo Domínguez (Universitario)
Esteban Flores Lovera (Estudiante Mina Caracoles)
Fidel Vedia Rivera (Comerciante – Sucre)
Félix Conde Fernández (Obrero Mina Caracoles)
Floduardo Ordóñez Rivera (Empleado magisterio)
Florencio Mamani Apaza (Empleado Mina Caracoles)
Francisco Tintaya Calle (Agricultor menor de edad, 17 años)
Germán Gutiérrez Gantier (Abogado, Sucre, apodado “Chunka”)
Hernán Ludueña (Dirigente Federación Trabajadores Prensa)
Hugo Gorena Melendez (Alcalde – Sucre)
Hugo Ticona Estrada (Universitario – Oruro)
Isaac Lima Chuquimia (Dirigente Junta de Vecinos – Viacha)
Isaac Morales Quispe (chofer asalariado)
Jaime Camacho (Empleado Corte Electoral, predicador evangélico)*
Javier Hualfler Sandóval (Subprefecto de Viacha)
Jorge Cruz Vargas (Sociólogo – La Paz)
Juan Mercado Valdez (Comerciante Mina Caracoles)
Juan Vargas Quispe (Obrero Mina Caracoles)
Julio Cesar Sandoval Sandoval (Universitario – Sucre)
Julio Peñaranda Jung (Universitario – La Paz)
Justo Mérida Vasquez (Empleado Mina Caracoles)
Ladislao Vargas Mamani (Estudiante Mina Caracoles)
Luis Aguilar Portillo (Dirigente Confederación Nal. Fabriles)
Luis Pozzo Íñiguez (Universitario, dirigente de la CUB))
Mario Luna Oyardo (Labrador Villa Carmen – Caracoles)
Miguel Cuba Jung (Universitario – La Paz)
Miguel Ortiz Ruelas (Reportero Radial)
Modesto Aguilar Chávez (Dirigente Federación de Trabajadores Mineros)
Nicasio Choque Donaire (Dirigente de la Federación de Trabajadores Mineros)
Oscar David Padilla Carvallo (Universitario)
Paulino Méndez Arósqueta (Sociólogo)
Ponciano Nina Sullcani (Empleado Mina Caracoles)
Primitivo Limachi Tapia (Estudiante Mina Caracoles)
Rafael Ortega Vaquera (Periodista “Radio Cruz del Sur”)
Reynaldo Tarifa Gutierrez (Fabril, obrero INMETAL C.B.F.)
Rodolfo Oña Agudo (Universitario)
Rufino Cossío Calle (Dirigente Federación Sindical Mineros)
Víctor Lima Lima (Fabril Rep. Central Obrera Boliviana)
Vladimir Ariscurinaga (Dirigente Sindical Empleados Públicos)
Wálter Humerez Cortez (Chofer asalariado)
Wálter Retamozo Montaño (Abogado)
Wálter Robles Bermúdez (Ex director de Aduanas en el gobierno de Guevara Arze, estuvo confinado muy corto tiempo, el primero en ser evacuado)*
* No figura en la lista manuscrita
Centro de Confinamiento en Puerto Cavinas – BENI dependiente de la Fuerza Naval Boliviana.
Comandante a cargo de Presos: Tte Navío: Jorge Velasco Bejarano
Su ayudante: Suboficial Alfredo Ríos
Comandante de la zona: Suboficial Juan Rocha
Puerto Cavinas, 26 de octubre de 1980
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EL ECO DEL MONTE
Puerto Cavinas el eco del monte
Donde se viene feliz a vivir
Cuando amanece aparecen los cantos
se divisa el porvenir
(Estribillo de un taquirari muy popular
en Puerto Cavinas en 1980)

Una noche nos pusieron a todos de rodillas en el patio y pasaron tocándonos el hombro para que digamos en voz alta los años que teníamos.
—¡Treintiséis!, grité cuando me llegó el turno.
A los de mayor edad los distribuyeron a otras celdas. Nuestras dudas se acrecentaban. ¿Dónde nos llevarían a los demás?
Primero dijeron que nos expulsarían a la Argentina, bajo el reinado del general Videla, campeón de los asesinatos y desapariciones. Parece que la intención existía pero, menos mal, algo les falló.
A los pocos días, los mismos “canas” filtraron la información de que saldríamos confinados al oriente del país.
La noche anterior a la partida llegaron para mí unos zapatos usados encargados solidariamente por Eduardo “Gato” Domín­guez, el único de la celda que logró hacer contacto con su familia, creo que sobornando a algunos agentes. Me quedaron un poco ajustados y tuve que hacerles unos cortes en la parte del talón, pero me tranquilizaron un poco; desaparecía la desagradable perspectiva de salir descalzo al exilio o al confinamiento.
Un amanecer de comienzos de agosto, enmanillados, nos subieron a una furgoneta. Mirando por algunas rendijas de la cubierta metálica dedujimos que íbamos a El Alto, hasta lo que podría ser la Base Aérea, donde se estacionó el vehículo. Pasaban las horas y seguíamos encerrados sin ninguna explicación. El sol recalentó el carro y tornó inaguantable el ambiente, parecido al de la primera noche en la dop.
—¡Guardia, aire!, vociferé varias veces con todas mis fuerzas acercando mi boca a un pequeño respiradero del techo mientras los compañeros golpeaban con pies y manos todas las partes del vehículo capaces de hacer ruido. Después de varios de estos reclamos sonoros, a los agentes no les quedó más remedio que abrir la puerta, pero sin dejar de proferir insultos y amenazas.
Pasamos todo el día en ese afán para conseguir que nos permitan airearnos de rato en rato. Al caer la tarde llegamos a la conclusión de que no volaríamos ese día. En efecto, ya al anochecer nos trasladaron a dos celdas policiales de El Alto. La que me tocó tenía una boca de letrina en una de sus esquinas que hacía irrespirable el aire. Al poco tiempo sentimos un fuerte dolor de cabeza. Una vez más nos vimos obligados al amotinamiento, incluso devolviendo los insultos a los pocos guardias que nos custodiaban. Al fin, viendo que no cejaríamos en nuestro reclamo, nos permitieron recoger del patio restos de bolsas de cemento con los cuales taqueamos el hueco de la letrina para impedir el paso de los olores nauseabundos que nos habían indispuesto a todos.
Otra batalla que tuvimos que librar, amenazando con huelga de hambre, fue para que nos quitaran las manillas tanto para ir al servicio higiénico como para tomar la cena que trajeron unas mujeres, contratadas entre las vendedoras callejeras de comida.
Mientras nos alimentábamos en el patio, ya con las manos libres, uno de los agentes, de apellido Villafán, casualmente vecino de Ciudad Satélite, aprovechando la oscuridad me deslizó furtivamente un paquete que había solicitado a mi familia (contenía un pantalón, dos camisas, un par de botas Manaco y algo de dinero).
“Caminos”, “Cabañas”, “Calaminas”, “Camiñas”, “Cadimas”, eran los nombres desconocidos que los agentes dejaban filtrar, sin darnos ninguna pista real sobre cuál sería el lugar de nuestro destino. Quizá ni ellos sabían de la existencia de ese remoto sitio a orillas del río Beni llamado Puerto Cavinas.
Allí nos trasladaron al día siguiente en dos etapas. Primero todos en un carguero hasta la hacienda ganadera El Dorado, donde comimos un locro cocinado en turril. Después, divididos en dos grupos, seguimos viaje en un pequeño avión Arava, capaz de aterrizar en la pista de Puerto Cavinas. Previamente, en la Base Aérea de El Alto, el que sería el encargado de nuestra custodia, capitán de navío Jorge Velasco Bejarano, mandó abrir las compuertas del mismo vehículo-horno del día anterior, sin esperar nuestros reclamos.
—Están ustedes a cargo de un militar profesional, no me confundan con esos agentes –dijo a manera de presentación.
Era de estatura mediana, moreno, de bigote recortado y lentes, algo rechoncho, vestía traje de combate y llevaba su metralleta al hombro. El trato que nos brindó en los próximos tres meses que pasamos con él fue en general correcto, a momentos frío y distante y a momentos de acercamiento muy cálido hacia algunos de nosotros, especialmente cuando nos invitaba a compartir unos tragos (o más bien ordenaba a sus soldados que nos llevaran a su presencia para acompañarlo a beber).
Pese a su presentación auspiciosa, Velasco no mandó quitarnos las esposas, sino cuando ya estábamos encerrados en nuestra nueva cárcel tropical.
Puerto Cavinas es un pequeño pueblito de una sola calle a lo largo de la curva del río, con no más de 200 habitantes. Un arro­yuelo lo separa de un aserradero que ostenta el pomposo nombre de “Base Naval”. Cercanas a la instalación militar, atravesando un sendero, están algunas edificaciones, una ruinosa iglesia de la misión franciscana, unas precarias viviendas de los indígenas “caviches” y la pequeña pista siempre amenazada por el crecimiento del pasto y la hierba.
Arribamos allí sin podernos aligerar la gruesa ropa del invierno paceño, sufriendo horrorosamente por el calor y llevando como podíamos nuestros escasos bártulos.
El recibimiento fue espectacular. No se veía un alma, pero cuando el pequeño avión terminó su carreteo, comenzaron a salir del bosque soldados con el arma en apronte y con ramas de camuflaje en los cascos y la ropa. Según nos contaron después, les habían prohibido estrictamente hablar con nosotros y acercarse a menos de tres metros; les dijeron que éramos peligrosos extremistas subversivos, que manejábamos armas blancas, expertos en artes marciales, capaces de asesinar con un simple movimiento veloz de las manos.
La escena era tragicómica. Una veintena de desconcertados presos políticos en fila india, enmanillados, sudando a mares, caminaban en silencio por el sendero que conduce de la pista de la Misión al Aserradero, rodeados por una fracción de aterrorizados soldados camuflados y en actitud de combate.
Casi al anochecer nos dieron pan y una infusión de paja-cedrón, lo que sería a partir de ese día nuestro desayuno diario. Después se nos distribuyó la dotación de rigor, la misma que dijeron daban a los soldados: un mosquitero (sin este artefacto no se puede vivir en Cavinas, también llamada la “capital del mosquito”), una bolsa para que llenada con paja sirviera de colchón, una cuchara, un “caneco” o jarro de aluminio y un plato o pailita con asas laterales.
Un grupo fue instalado en un local de madera llamado con exageración Casino Militar, y el otro en una típica construcción de la zona: horcones de chonta, tirantes de madera atados con bejuco, techo de hojas de palmera motacú y paredes de chuchío revocadas con barro. Como único moblaje, una plataforma de camastros de madera en filas de dos pisos.
Se nos reunió a todos para anunciar la regla de oro: de acá nadie puede salir, el que lo intente no sólo que arriesgará inútilmente su vida, sino que perjudicará al resto porque el castigo será para todos. Por la selva no irán a ninguna parte, el río está controlado por las Fuerzas Armadas en distintos puntos, tanto hacia el norte, en dirección a Riberalta, como al sur, hacia Rurrenabaque. Nadie puede trasponer los límites de esta instalación militar y no está permitido ningún contacto con la población civil que queda al otro lado del arroyo.
A los pocos días, y conmemorando las fiestas patrias, el hielo comenzó a romperse muy lentamente. Los encargados de la guarnición, suboficial Rocha y sargento Vargas, invitaron un delicioso chicharrón de pescado acompañado de cerveza fría. Sus palabras eran muy alentadoras:
—Aquí estarán bien, nada va a pasarles y pronto volverán a sus hogares.
Quedó oficialmente conformada la “Compañía Especial”, como pasamos a denominarnos, organizados en escuadras según la estatura.
Trabajos forzados y voluntarios
Nuestra primera obligación era formar cada día a las siete de la mañana en el campo deportivo, junto a la fracción de 80 efectivos de la Naval, para cantar juntos el himno nacional mientras se izaba la bandera boliviana. En realidad, más que soldados-marineros, esos jóvenes eran trabajadores gratuitos del aserradero.
La segunda era realizar trabajos que nos serían asignados cotidianamente, el primero de los cuales fue “rozar” la hierba y el pasto para facilitar la operabilidad de la pista, siempre bajo la atenta mirada vigilante de los soldados.
Ésto planteó una cuestión complicada. En las horas de comida, o junto a la gran fogata nocturna que hacíamos con la ilusión de espantar a la “aviación” (el zumbido de la nube de mosquitos que llegaba al caer la tarde era tan fuerte que lo llamábamos así), surgió la consigna de rechazar el trabajo forzado. La decisión fue unánime, se le comunicó a Velasco que nos negábamos a tomar las herramientas y salir a trabajar. Éste, contrariamente a lo que se podría suponer, reaccionó muy enojado, pero se calmó al poco rato y dijo que aceptaba y respetaba nuestra determinación. Era lo justo, estábamos como presos políticos y no podíamos ser obligados a trabajos forzados.
Sin embargo, a los pocos días advertimos que la total inactividad era tremendamente perjudicial para nosotros mismos. La pasividad nos hacía víctimas más fáciles de los tábanos y los mosquitos, la moral decaía por no saber cómo matar el tiempo.
Lo primero fue hacernos cargo de preparar nuestros alimentos, para ello asumimos rotativamente la responsabilidad por escuadras, pues hasta ahí comíamos sólo el “rancho” preparado por los soldados en sus ennegrecidos turriles.
Después, un grupo de muy pocos, pero que fue creciendo día tras día, decidimos construir una letrina para aliviar la congestión de la única existente y que también en parte compartíamos con los soldados.
Nos entusiasmamos tanto con este trabajo que, ya al entrar en el tercer mes de estadía, decidimos emprender una obra de mayor envergadura.
El puente que alguna vez existió sobre el arroyo estaba totalmente destruido por el tiempo; esto impedía a los vecinos llegar a la pista por el camino que bordeaba la cerca de las instalaciones de la Naval, y se veían obligados a solicitar permiso para transitar por su interior cuando llegaba algún avión o avioneta. Teníamos entre nosotros un ingeniero civil potosino para dirigir los trabajos y, por tanto, luego de acaloradas reuniones de planificación, tomamos la decisión: ¡construiremos un puente!
Y fuimos capaces de hacerlo, a pesar de no contar con el apoyo de todos los confinados, pues algunos dirigentes sindicales no compartían nuestro criterio de distinguir lo que era trabajo forzado y trabajo voluntario.
Justamente cuando habíamos terminado de construirlo, el día que apisonábamos la tierra de la plataforma llegó el Arava que sacó a los primeros 10 prisioneros, según dijeron los más peligrosos. De ahí que algunos de nosotros no pudimos estar en la inauguración y en el bautizo de la obra como: El puente de los libres, nombre que los compañeros inscribieron en un enorme madero.
Tengo en el costado derecho de la frente una cicatriz de cuatro centímetros como recuerdo de mi participación en aquella obra. Habíamos ingresado profundamente en el bosque buscando los árboles más grandes para la base del puente. Corté con el hacha uno de esos bellísimos gigantes que al momento de caer, como castigando mi osadía, lanzó contra mí una de sus ramas que había estado suelta. Cuando me recobré del desmayo, estaba completamente ensangrentado y los compañeros me llevaban a la presencia de Velasco, quien por suerte estaba en sana razón y procedió de inmediato a suturarme la herida con seis puntos, no sin antes recordarme que sólo le faltaba un año para graduarse de médico, la segunda profesión que había elegido. Algunos años después me topé con él en una calle de La Paz y luego del abrazo de rigor, lo primero que se le ocurrió preguntar era cómo había quedado el “zurcido” de mi frente que estuvo a su cargo.
Otra manera de ocupar el tiempo fueron los trabajos de pesca para reforzar nuestra dieta tan escuálida en proteínas. Acebey y yo fuimos los más perseverantes, aunque los resultados que obtuvimos influyeron muy poco o casi nada en la olla común del más de medio centenar de personas que componíamos el grupo de los confinados.
También con él y bajo el asesoramiento de don Rafael, el anciano encargado del taller de carpintería de la Naval, buscamos maderas finas para realizar trabajos manuales, algunos de los cuales llegaron a convertirse en piezas de gran belleza. Conocimos la itauba, de color amarillento, inigualable por la dureza de sus hebras trenzadas capaz de resistir las más duras tracciones, por lo que se usa para las faenas más rudas como los timones de las embarcaciones, y también la masaranduba, caoba de hilos rectilíneos, casi tan dura y resistente como el acero y de un color canela intenso.
Los instrumentos para estas gratas labores fueron únicamente el machete sujetado de la mitad del filo para la obra gruesa, trozos de vidrio para el pulido y hojas secas de un árbol especial, verdaderas lijas naturales, para el último afinado. En esta iniciativa tuvimos muchos seguidores, se desató una fiebre por la artesanía maderera. Cuando ahora contemplo las cuatro piezas de cocina que mis hijos mayores guardan celosamente como adorno, me parece increíble que hubieran salido de mis manos y con tan rudimentarias herramientas.
Hambre en las filas
Además de las complicaciones del clima caluroso y de la molestia permanente de los tábanos y diversidad de mosquitos, el problema mayor que tuvimos que afrontar fue el de la alimentación.
El pan de regular consistencia, fabricado por dos confinados de Viacha que resultaron excelentes panaderos, sólo era para el desayuno. Lo demás: arroz, fideo, sal y pare de contar. Alguna carne seca que se nos entregó los primeros días resultó incomible porque estaba llena de gusanos. La red o malladera colocada en el río y que debía proveer de pescado un día para nosotros y otro para los soldados resultó un fiasco, se dijera que los peces estaban enseñados a caer en la trampa sólo el día que les tocaba a los soldados y pasaban de largo el día que nos tocaba a los confinados. No eran muchas las combinaciones que se podía realizar sólo con los elementos disponibles, por muy imaginativos que sean los integrantes de la escuadra de turno en la cocina: fideo con arroz al mediodía y arroz con fideo por la tarde. En muchos kilómetros a la redonda no existían, ni para muestra, papa, yuca, ni ningún tipo de verdura, hortaliza o fruta.
Velasco se lavaba las manos. Decía que debíamos acostumbrarnos a comer lo mismo que los soldados. No tomaba en cuenta que ellos, siendo oriundos de la zona, recibían algún refuerzo alimenticio de sus familiares para no caer en la desnutrición total. Lo grave es que tampoco podíamos comprar nada, no solamente por la falta de dinero y porque un buen tiempo estuvimos totalmente prohibidos de salir al pueblo, sino porque allí tampoco existía nada para comprar, excepto algunos dulces, chiclets o galletas, y muy de vez en cuando cerveza Taquiña enlatada.
El afán ecologista de nuestro cancerbero nos libró algunos días de la rutina del arroz y el fideo. Velasco, no sé si con poder real o autonombrado, se declaró Comandante de la Zona Militar y emitió algunas disposiciones de protección del medio ambiente. Una de ellas prohibía totalmente la comercialización de los huevos de peta (tortuga), por el riesgo de su extinción. Estaba permitido consumirlos pero no comercializarlos. Todas las embarcaciones que transitaban por el río eran detenidas y revisadas en el puesto militar y se decomisaba los aplastados y terrosos huevecillos, hasta formar un montón inmenso del que se nos autorizó proveernos a discreción.
A la escuadra de Cayetano Llobet le tocó en suerte preparar un sabroso pastel de macarrones cuya consistencia provenía de los aceitosos huevos del quelonio con su inconfundible aroma a pescado. Días después hicimos nuestra propia cosecha en las playas cercanas donde la indefensa tortuga sale del agua, se aleja unos metros y deposita sus huevos en la tibia arena que le servirá de incubadora natural, pero no tiene ni el cuidado ni la inteligencia de borrar sus huellas, por lo que es víctima fácil de la depredación de los humanos.
Pese a todos los malabarismos alimentarios y a las esporádicas rachas proteínicas, después de más de dos meses estábamos seriamente amenazados por la desnutrición y algunos días pasábamos hambre verdadera.
La situación se prolongó hasta la llegada del envío que nos hizo la Cruz Roja Internacional.
Una misión integrada por personal suizo nos hizo una visita en el terreno. Revisaron a todos y atendieron con gran solicitud a los más afectados por la mala alimentación y las condiciones climáticas. También llevaron las primeras cartas “legales”, pero abiertas, a nuestros familiares, escritas en papel membretado de la institución y con la instrucción de no consignar el lugar de donde eran remitidas, condición que había puesto el gobierno como si quisiera seguir ocultando el lugar donde nos tenía prisioneros. A los pocos días mandaron una avionada de alimentos y ­medicinas.
Tierra de nadie
Velasco se había preguntado, al igual que nosotros, por qué los cavinenses no cultivaban algunas verduras y hortalizas, ni siquiera yuca ni cítricos. La respuesta generalizada era que el ganado andaba suelto y se comía todos los sembradíos. Ganadería versus agricultura, ésa era la cuestión.
Entonces, ejerciendo nuevamente su discutible mandato de Comandante de la Zona Militar, emitió una ordenanza por la cual daba un plazo de 30 días para que los propietarios encierren a sus vacunos tras las cercas, caso contrario las personas afectadas por el destrozo de sus cultivos serían autorizadas a derribarlos. A la manera de los viejos pregones, copias del comunicado escrito a máquina fueron colocadas en las paredes y postes más visibles de Puerto Cavinas.
Por esos días la gente del pueblo nos hizo llegar un mensaje preocupante: que nos cuidáramos, pues había llegado por el río una embarcación sospechosa con un personaje que decía tener­ la misión expresa de eliminar, uno a uno, a todos los confinados, que había recibido esa orden directamente del presidente García Meza y de su ministro del Interior, Luis Arce Gómez. Dijeron­ que era alto, muy delgado, de grandes bigotes y tenía por antecedentes el haber sido de joven un fanático militante falangista.
Cuando el rumor llegó a oídos de Velasco, se puso muy nervioso porque se creyó sobrepasado en sus funciones. Supimos que llamó por radio a La Paz y, una vez aclarada la impostura, conminó al susodicho personaje a que haga abandono del pueblo en el término perentorio de 24 horas.
En efecto, el hombre se marchó, pero tuvo el tiempo suficiente para enterarse de la disposición de Velasco con respecto al ganado depredador. Ni corto ni perezoso, llegó al pueblo vecino con la novedad y la aplicó a su manera. Reunió a toda la población, mayoritariamente indígena, y les anunció que desde La Paz el gobierno les autorizaba a derribar de inmediato cuanto bovino se apareciera por sus sembradíos.
Imposible imaginar mayor felicidad, “cazaron” 17 cabezas en menos de una semana e hicieron grandes fiestas y comilonas. Al octavo día el hombre se marchó con una carga de cueros y charque que casi llenaba su embarcación.
Unos días más tarde todos los dirigentes de la comunidad fueron tomados presos y llevados a Trinidad por una comisión po­licial que había llegado expresamente a capturarlos, ante la denuncia de los ganaderos por el delito de abigeato.
Madidi
Hernán Ludueña, uno de los pocos con algo de experiencia de sobrevivir en el oriente, propuso hacer una expedición de ­pesca al río Madidi, los soldados le habían dicho que allí la pesca era abundante porque el agua era más clara. Él y yo fuimos autorizados a usar un casco o canoa, pero a condición de ir con un cabo armado con su respectiva M-1 y un soldado a cargo del timón; Velasco desconfiaba, nos creía capaces de intentar una fuga por el río, algo que estaba totalmente alejado de nuestras mentes, pues era simplemente impracticable.
Este viaje para mí fue la aventura más fascinante del confinamiento. Después de remar río arriba todo el día llegamos a la plena desembocadura, donde el Madidi echa sus aguas al caudaloso Beni.
Instalamos en la playa los mosquiteros para dormir; el cielo estaba completamente despejado, daba gusto contemplar el resplandor del firmamento desplegado sobre nosotros como un manto inmenso. Pero era tal la humedad del ambiente que podía verse el vapor del agua que se levantaba de los ríos, sentíamos cómo se condensaba y caía como gotas de lluvia dentro del mosquitero.
Fue difícil conciliar el sueño en esas circunstancias, más aún por el zumbido de la “aviación”, los miles de mosquitos que introducían sus pequeñas trompitas por los huecos del mosquitero, pretendiendo alcanzarnos seguramente atraídos por el olor de nuestra piel sudorosa; ni qué decir de los rumores de la selva con sus miles de voces encantadas entre las que sobresalía el sobrecogedor canto del guajojó: guá-joo-jooo.
Al amanecer ingresamos al Madidi, mucho más angosto que el Beni e increíblemente serpenteado. Sus aguas no eran tan claras como nos habíamos imaginado, sólo un poco menos turbias que las del gran río del que son su afluente. El paisaje era prodigioso, no recuerdo nunca, ni antes ni después, haber estado en un lugar de tantas maravillas juntas. El cauce del río en forma de eses pronunciadas, rompiendo el verdor de la selva; aves multicolores con la sinfonía de sus cantos; monos jugueteando en medio de los árboles, lagartos que toman el sol y se mueven parsimo­nio­samente, molestos por nuestra llegada; tortugas acuáticas acelerando sus pasos por la arena para llegar al río, único lugar donde hallan protección; y, cuando gritábamos, el eco devolvía repetidas nuestras voces.
La pesca ni qué se diga, obtuvimos varios pacuses, surubís y blanquillos y hasta un tujuno, reconocible por los puntos negros en cabeza y espalda, según dijeron los expertos, uno de los pescados más sabrosos de la región.
Después de mediodía emprendimos el regreso río abajo, por tanto con menor esfuerzo, y llegamos a Puerto Cavinas al atardecer con nuestro pequeño cargamento de pescado que dividimos en dos, a tiempo para reforzar por lo menos en algo y por una sola vez la cena de presos y soldados.
Caballo con ruedas extraviado
Ni bien llegamos del Madidi supe por los compañeros que un ganadero del lugar estuvo preguntando por mí toda la tarde y que en esos momentos estaba en la Misión, farreando con nuestro comandante. Se trataba de Amín Zeitung, a quien conocí en Santa Cruz a fines de la década de los sesenta en las luchas estudiantiles y no veía en más de diez años. Había escuchado mi nombre por alguna radioemisora extranjera en las listas de prisioneros del golpe del 17 de julio y se imaginó que podría estar entre los que fueron llevados a Puerto Cavinas, población muy cercana a su próspero establecimiento ganadero. Mientras esperaba mi retorno del Madidi trabó amistad con Jorge Velasco, a quien invitó un churrasco con la carne de vaquilla que había traído y, por supuesto, abundantemente rociado por buenos licores y cerveza helada.
De pronto, se apareció en una gigantesca motocicleta Kawa­saki y después de saludarme efusivamente me cargó en las ancas de su caballo con ruedas y al rato estábamos en la Misión, yo comiendo la suave carne de ternera que habían apartado para mí, y ellos siguiendo con los tragos pues estaban en fase muy avanzada del “yo te estimo”. No pude probar el famoso tujuno que a esa hora mis compañeros estarían cocinando, tuve que conformarme con la vaquilla recalentada.
Era tal la repentina intimidad entre mi viejo amigo y “Coquito” Velasco que ya cerca de la medianoche autorizó, con muchas reticencias y recomendaciones, que aquel me llevara a conocer su casa ubicada en mitad de su hacienda ganadera con pista de aviación incluida. Partimos en la Kawasaki y al poco tiempo descubrí que en esa zona el monte es solamente una franja paralela al río, pues al rato dejamos atrás los últimos oasis de vegetación alta e ingresamos en plena pampa mojeña, donde dominan las pasturas uniformes, surcadas por estrechos senderos por donde circulan el ganado, los caballos de los vaqueros y ahora también las motocicletas de los patrones.
Amín Zeitung se extravió aquella noche por esos intrincados vericuetos. Después de casi dos horas de transitar por ellos sin más punto de referencia que la luna, parecía que estábamos en el mismo sitio girando en círculos, a ratos resbalábamos en el fango y la motocicleta cimbraba dando tremendas exclamaciones espoleada por el acelerador que Zeitung apretaba con furia. Cuando ya íbamos a caer en la desesperación vimos un lejano puntito de luz que se movía; era un farol que uno de los vaqueros de un puesto de avanzada había encendido al ver la luz de la moto que circulaba por la pampa sin llegar a ninguna parte. Al rato llegamos a la casa del vaquero, quien respetuosamente llamaba “patrón” a mi amigo y recibió sus órdenes de prepararnos hamacas y darnos agua para beber.
Al día siguiente muy temprano, junto con la borrachera desapareció el afán de Amín Zeitung por mostrarme su casa y presentarme a su familia. De improviso le parecieron razonables las observaciones y negativas iniciales de mi carcelero.
—Después de todo, sería muy comprometedor para todos, incluso para ti mismo -dijo- si justamente cuando estás fuera de la base naval llega una comisión de La Paz.
Regresamos pues de inmediato. Pero Amín Zeitung no se olvidó de mí y demostró unos días más tarde que su sentimiento amistoso era sincero. Se apareció con todo lo que me era necesario: cinturón de cuero, sombrero, linterna, dentífrico, latas de sardina, un juego de ajedrez, un montón de libros y una vaca.
—Es una vaca vieja, de las que ya no paren, pueden carnearla.
Y los 50 presos políticos más los soldados de la guarnición de la base naval de Puerto Cavinas nos dimos un festín de carne por un día entero. No alcanzó para más, pues era imposible conservar algo sin refrigeración.
No he vuelto a ver a Amín Zeitung desde entonces y cuánto no quisiera encontrarlo para agradecer su gesto solidario.
Candirú
El hecho más impactante del confinamiento ocurrió en el río, a muy pocos días de nuestra llegada, y tuvo como protagonista involuntario a un entrañable amigo que llamaremos Pedro. Confieso que este anecdótico suceso lo he relatado innumerables veces omitiendo siempre su nombre verdadero y, aunque él dijo que no le importaba, prefiero seguir haciéndolo así.
La única manera de refrescarnos y combatir el tórrido clima era zambullirnos en las turbulentas y oscuras aguas del río. Lo hacíamos varias veces al día saltando desde un atracadero de troncos ubicado en la orilla y, valga la inocencia, completamente desnudos. Fue allí que los soldados miraban azorados las heridas y magulladuras que muchos de nosotros exhibíamos por las golpizas y torturas de los primeros días; en mi caso, los moretones que habían ennegrecido totalmente la parte posterior de mi ­cuerpo.
Un día de esos, chapoteábamos alegremente desprevenidos cuando vimos de pronto que Pedro nadaba hacia la orilla con desesperación. Qué bicho le habrá picado, comentó alguien, risueño. Pero Pedro no estaba para bromas. Cuando subió a los troncos todos pudimos ver que un hilo de sangre bajaba por sus muslos y piernas.
¿Qué había sucedido? La explicación la tuvimos después de parte de los soldados. Un pecesillo parásito llamado candirú había ingresado por el recto de nuestro amigo, lastimándolo con la violencia de su penetración. Tremendamente pálido y asustado, lo sentía moverse por su intestino grueso, seguramente el bicho intentaba avanzar pretendiendo alojarse en su estómago. Todos salimos del agua aterrorizados y a partir de ese día nadie más ingresó al río con el atuendo de Adán; improvisábamos cualquier “taparrabos” a falta de trajes de baño.
Pedro fue conducido al pueblo por los soldados, lo que le dio el privilegio de ser el primero en conocer la solitaria calle donde estaba instalado el puesto sanitario. Pasaban las horas y nosotros esperábamos angustiados alguna noticia, incluso temíamos lo peor pues los soldados dejaron entrever que Pedro podía morir.
—Sería más grave si fuera mujer y la penetración del candirú hubiera sido por la vagina, en esos casos es muerte segura.
En cuanto obscureció hicimos una asamblea y decidimos exigir la llegada de un avión que evacue al afectado para que reciba la atención médica necesaria. Estábamos en eso cuando Pedro regresó en compañía del comandante Velasco.
—No se preocupen, muchachos, le he dado una dosis de purgante como para caballo y el asunto está solucionado.
Pedro confirmó que después de las violentas deposiciones había dejado de sentir en sus intestinos los movimientos del can­dirú.
Tiempo después, cuando en la cocina se desollaba un surubí, uno de los peces más grandes de la región, encontraron un candirú en su interior, lo que nos confirmó la desagradable costumbre de aquel bicho, de penetrar en el vientre de los animales de mayor tamaño.
Pero la cosa no quedó ahí. El desgraciado incidente dio lugar a maliciosas y desconsideradas bromas machistas de los militares y también, lamentablemente, de algunos compañeros confinados.
Pedro era permanentemente acosado con alusiones de mal gusto, hasta que una mañana estalló su bronca, subió a la tosca mesa donde comíamos al aire libre, dio una patada a su caneco de paja-cedrón y dijo que le sacaría la mierda al primero que vuelva a hacer bromas pesadas con su desgracia, luego de lo cual abandonó el lugar sin probar bocado de su preciado pan del ­desayuno.
De inmediato se impuso la realización de una asamblea en la que se tomó una firme determinación: nadie más haría esas chanzas estúpidas que estaban afectando la moral de un compañero. Y si alguien incumplía esta decisión sería severamente castigado por el grupo y se le privaría del pan por una semana. Todos cumplimos. El único que se atrevía, prevalido de su autoridad, a seguir apodando “Candirú” a nuestro amigo era Jorge Velasco.
…………………
“¡Brilla el sol de septiembre radiante!”
Recuerdo muy bien la fecha porque ese día, después de llevarnos a la pista para recibir a los nuevos y de hacernos cantar nuestro “himno”, la cueca “La Caraqueña” de Nilo Soruco, Velasco pidió que nos identificáramos los oriundos de Cochabamba. Mi solitario brazo levantado indicó que yo era el único representante de la “llajta”. Me hizo subir a una pequeña moto, atravesamos la base y directamente de la pista fuimos al único restaurante-cantina del pueblo, un pequeño negocio del telegrafista.
Bebimos todo el día, whisky Johnnie Walker etiqueta negra y cerveza helada Taquiña, todo en honor de la fecha cívica de Cochabamba.
Resistí hasta comenzar la noche; cuando ya no pude más, ordenó a sus estafetas que me llevaran a dormir y trajeran en reemplazo a los miembros de lo que él llamaba la “cosa nostra”, la logia que en su imaginación calenturienta nos invitaba a conformar para “salvar al país”, Cayetano Llobet, Dulfredo Rúa, Alberto Bonadona, Hernán Ludueña y algunos otros. Recuerdo que fui llevado completamente borracho, caminando apenas sujeto con ambos brazos a los cuellos de dos soldados; recorrí a lo largo de la única calle del pueblo dando estentóreos vivas a mi partido, a la udp y mueras a la bota militar.
Al día siguiente me enteré que la segunda ronda fue volteada como a las 2 de la mañana y que Velasco amaneció bebiendo con los recién llegados, a quienes bautizó con el nombre de japutamos (nombre de un insecto del lugar). Tal era la capacidad de resistencia alcohólica de nuestro comandante.
Muchos se preguntaban de dónde sacaba el dinero para tanta francachela, algunos decían que se gastaba el dinero que el gobierno enviaba para nuestra alimentación, otros decían que estaba desbancando al telegrafista porque consumía al fiado y nunca pagaba, obviamente nadie pudo comprobar estas suposiciones maliciosas.
Fútbol y amores prohibidos
Las últimas semanas en Cavinas fueron hasta cierto punto agradables. Nos habíamos aclimatado lo suficiente, gracias a que, entre otras, adquirimos la costumbre de agitar permanente un trapo o pañuelo para espantar los mosquitos de la cara y los brazos (casi un tic nervioso que tuvimos que quitarnos al regresar a La Paz). Teníamos charque, leche en polvo, quinua, frijoles, maní, chuño, maíz y hasta queso, enviados por la Cruz Roja y que en parte compartíamos con los soldados. También el botiquín de primeros auxilios lo teníamos bastante bien surtido.
Sentados sobre troncos a la orilla del río nos solazábamos contemplando los hermosos atardeceres, admirando la puesta del sol que pintaba de fuego el verdor de la selva y lo reflejaba impetuoso sobre el espejo marrón del agua.
Y, lo más importante, Velasco terminó por levantar casi todas las restricciones que nos impedían la relación con la tropa y con la población civil del pueblo de Cavinas.
Se organizó un campeonato triangular de fútbol: la selección del pueblo, la naval y la “compañía especial”, es decir, nosotros. Los soldados tenían las mayores posibilidades de ganar el torneo, pero perdieron frente a nosotros gracias a la interferencia de Velasco y los suboficiales, todos “petacudos”, que se empeñaron en ingresar al campo de juego y ordenaban a los soldados que les pasen la pelota, por “subordinación y constancia”.
Podíamos entrar y salir de la base a cualquier hora, sólo a condición de anunciarnos con los encargados de la guardia.
En esas circunstancias se produjo también el primer idilio entre un confinado y la más bella muchacha del pueblo. Lamentablemente no sin consecuencias, como veremos enseguida.
Uno de los militares se había fijado en ella y desde el comienzo hizo todo por conquistarla.
Montada en su bicicleta, la muchacha atravesaba la base con el pretexto de ir a la pista y, descuidando la vigilancia, nos dejaba cigarrillos, algunos mensajes o periódicos. Una vez nos pidió que alistáramos cartas pues en el barco que estaba atracado en el pueblo había una persona de confianza que las despacharía en la oficina de correos de Rurrenabaque, fue así como yo escribí a mi madre en Cochabamba y adjunté un despacho para O’Diario de Portugal, periódico en el que colaboraba como corresponsal en La Paz.
La ofensiva de torpes requiebros del maduro militar tuvo menos éxito en el corazón de la muchacha que la sonrisa amable y los piropos intelectuales del juvenil confinado. Pasó lo que tenía que pasar, se formó una dulce parejita de enamorados.
La muchacha y el confinado caminaban tomados de la mano por la única calle del pueblo y todo el pequeño mundo de Cavinas sabía del romance y lo festejaba. Menos el uniformado, claro, quien mascullaba en silencio su despecho.
Llegó el cumpleaños de la muchacha y una buena parte de los “espaciales” estábamos invitados a la fiesta (así nos llamábamos desde que en la barra del fútbol cambiamos la vocal ”e” de “especial” por la “a” de “espacial”; sonaba mejor en los estribillos).
Yo no pude acudir al fandango porque ese mismo día había sufrido el accidente del árbol en el monte, estaba en cama y con la cabeza vendada como si llevara puesto un turbante.
Pasada la medianoche escuchamos un fuerte tiroteo que provenía del pueblo. Había ocurrido que en lo mejor de la fiesta el militar despechado ordenó a sus estafetas que le llevaran su arma, con la que salió a la calle y disparó sobre la casa toda la cacerina, descargando así toda su furia acumulada. Los tragos y el chancho se le habían subido a la cabeza. Pudo ser una tragedia, pero menos mal que todos se tiraron al suelo y las balas sólo destrozaron cristales, lámparas y vajilla.
Parecía que el incidente uniría más a la parejita, pero ésta se rompió de modo cruel a los pocos días. Inesperadamente llegó una avioneta transportando a la esposa del infiel confinado; gracias a la influencia de un tío militar ella había logrado que autorizaran su viaje de visita al marido. Quizá anoticiada de alguna manera de lo que pasaba en Cavinas, la esposa se empeñó en recorrer la calle del pueblo tomada de la mano de su consorte, de la misma forma que la muchacha lo hacía hasta el día anterior. Pueblo chico infierno grande, el escándalo estaba desatado. La muchacha fue retirada de inmediato de la circulación y enviada pocos días después a Riberalta en una avioneta que sus familiares habían contratado expresamente. Nunca más la volvimos a ver.
Tres tristes trotskos y un trágico preludio
Muy raras veces en mi vida he estado bajo los efectos descon­trolantes del alcohol. Por lo general soy y he sido lo que se dice un abstemio, con muy escasa “cultura alcohólica”. Pero en Puerto Cavinas, además de la farra casi obligada del 14 de septiembre en homenaje a mi tierra natal, tuve otra mucho más escandalosa que no solamente me trae pésimos recuerdos, sino que fue como el anuncio anticipado de un hecho luctuoso que ocurrió después.
Alfredo Ríos era un suboficial que había viajado desde La Paz a las órdenes de Velasco, como parte de la custodia que nos habían asignado. Su comportamiento primero fue sobrio y correcto y después de un claro acercamiento a los confinados. Hacía lo posible por aliviarnos las penurias y se notaba que quería trabar amistad con nosotros; fue el más entusiasta impulsor del triangular de fútbol e incluso planteaba críticas al gobierno militar en el sentido de que nos tenía confinados tanto a ellos, los militares, como a nosotros. No éramos tan ingenuos para confiar ciegamente en su sinceridad, teníamos razonables dudas y no descartábamos que estuviera procurando jalarnos la lengua, tratando se sacarnos información sobre nuestra militancia política o sobre inimaginables planes de fuga que pudiéramos estar preparando.
Una de esas noches sugirió tomarnos unos tragos escondidos entre la ceja del río y la playa arenosa de sus orillas. Alfredo mandó a los soldados al pueblo a comprar soda y alcohol, cuya mezcla resultó mortífera. Era una ardiente bebida colorada ligeramente dulzona de alto poder embriagante.
En el pequeño grupo, de no más de seis personas, empezamos la tertulia en voz baja, con aire de complicidad. Pero poco después, al influjo de la poción que ingeríamos y olvidados de toda preocupación, cantábamos en coro y discutíamos eufóricos.
Tres de los compañeros, casualmente de militancia trotskista, la emprendieron con el suboficial a quien hacían responsable de todas nuestras desgracias. Hasta donde yo podía razonar en esos momentos la agresión verbal del que Alfredo era objeto me parecía un verdadero maltrato y una desconsideración. Aun en el caso de que su actitud de acercamiento no fuera sincera, no me parecía justo ni apropiado pedirle cuentas en esas circunstancias.­
Intenté mediar en la discusión con ese tipo de argumentos, pero mis compañeros confinados seguían subiendo el tono de sus recriminaciones, azuzados por el alcohol y por el radicalismo tremendista del que siempre suelen hacer gala quienes abrazan la ideología del revolucionario ruso.
Llegó un momento en que me di por vencido, me aparté unos pasos del grupo y busqué un lugar donde sentarme en la arena. Fue en ese preciso instante que se me borró la película. Literalmente desaparecí del mapa. Perdí completamente la conciencia sobre mis actos. De lo que pasó no recuerdo nada en absoluto. Todo lo ocurrido lo supe después, al día siguiente cerca del mediodía, cuando desperté en mi litera con raspaduras y moretones, la ropa echa jirones, embadurnado en arena y con mi prótesis dental desaparecida.
¡Tres tristes troskos, dejen de joder a este pobre tipo! había sido el grito de guerra con el que comencé la gresca.
Es posible que el alcohol haya sido el detonante de esa incon­trolada agresividad, pero ahora pienso que además fue el cata­lizador para que los prejuicios sectarios hondamente arraigados­ en mi subconsciente se desbordaran. Tantos años de mi­litancia me habían hecho particularmente sensible a las corrientes heré­ticas del marxismo-leninismo oficial que los trotskistas llamaban despectivamente “estalinismo”; con igual o mayor carga de prejuicios que nosotros, nos acusaban de traicionar la revolución, de estar al servicio de la burguesía y hasta de ser cómplices del asesinato de Leon Trotski en México, ¡faltaba más!, como si nosotros tuviésemos que cargar las culpas pasadas de generación en generación. Tiempos hubo en que el Estatuto Orgánico del pc prohibía expresamente tener relaciones con los trotskistas, los cismáticos más aborrecidos y repugnantes en la cultura partidaria, de la misma calaña que los “expulsados” a quienes ni siquiera había que dirigirles la palabra, como me tocó vivir en carne propia cuando después rompí con el pc en 1985. En los panfletos que escribía, yo mismo repetí más de una vez el calificativo de “sarnosos” que Federico Escóbar había puesto a los trotskistas en las luchas sindicales de Siglo xx-Catavi.
Los tres compañeros fieles devotos de la “revolución permanente”, el propio suboficial Alfredo Ríos y algunos más resultaron impotentes ante la tremenda furia de la que yo estaba poseído, tuvieron que llamar refuerzos de la gente que no había bebido. Según me contaron, no lograron calmarme sino que fui físicamente reducido,­ llevado en andas desde el río e introducido atado a mi mosquitero.
Todo hubiera acabado ahí, nada más que como una etílica gresca sectaria, si no fuera por lo que ocurrió después.
Encontré a Alfredo Ríos en la plaza Murillo a pocos días del retorno de la democracia, aquel memorable 10 de octubre de 1982. Estaba en la guardia del presidente Siles Zuazo, casi no lo reconocí por su uniforme de gala y el casco que le llegaba hasta cerca de los ojos. Me cerró el paso con su arma para hacerme notar su presencia, pues no podía hablarme; cuando me di cuenta de quién era, apenas esbozó una sonrisa y me guiñó el ojo, no pude siquiera estrecharle la mano.
Cuando volví a saber de él estaba muerto. A fines de ese año había sido detenido por sus propios camaradas de armas bajo la acusación de pasar secretos y bagajes militares a un partido de izquierda. Según denuncia de sus familiares y de los organismos de Derechos Humanos, había sido salvajemente torturado, incluso atravesado con ganchos metálicos y colgado como una res, hasta morir. Uno más de los casos que la Justicia Militar nunca ha esclarecido ni sancionado.
La noticia nos dejó tremendamente consternados a todos los que lo conocimos en Puerto Cavinas. ¿Quién era realmente Alfre­do Ríos, qué sentía su corazón y qué pensamientos abrigaba su mente? Quizá nadie llegue a saberlo nunca.
¿Dónde queda Puerto Rico?
La despedida fue muy cordial y emotiva. Al pie del Arava, que sacó a los primeros diez, se juntaron Jorge Velasco, Alfredo Ríos, el sargento Vargas y un grupo grande de soldados, así como el resto de confinados que ya sabían que en los siguientes días retornarían con posibilidades de salir en libertad. Menudearon los abrazos, los apretones de manos y los deseos de buena suerte. ¡Qué enorme contraste con la hostilidad con la que habíamos sido recibidos tres meses atrás!
Un solo agente armado de su metralleta acompañaba al personal­ de vuelo y nos dijo que en menos de quince minutos estaríamos ate­rrizando en Puerto Rico, la pequeña población sobre el río Manuripi, allá donde éste se junta con el Tahuamanu, que también servía de campo de confinamiento y de donde sacarían a otros diez prisioneros para completar el pasaje del avión. De ahí volaríamos a Cobija, donde pasaríamos a otro avión más grande para ser llevados a La Paz.
Íbamos a baja altura y podíamos apreciar la majestuosa llanura beniana, los inmensos pastizales húmedos y la selva virgen con sus ríos misteriosos y ondulantes que le añaden pinceladas marrones al intenso verdor predominante.
Pero pasaba el tiempo y no llegábamos a ninguna parte. Cuarenta o cincuenta minutos, quizá cerca de una hora, y parecía que el aparato giraba en enormes círculos en una zona de monte totalmente cerrado.
La inquietud se apoderó de nosotros, más aún viendo el rostro de miedo de nuestro único guardián. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no llegábamos a Puerto Rico?
De pronto, perdimos altura rápidamente y alcanzamos a divisar unos cuantos pahuichis pegados a un descampado que se asemejaba a una cancha de fútbol. Chanchos, perros, patos y gallinas huyeron ante el estrépito del avión que aterrizó en aquel pequeño claro de la selva.
Sacando medio cuerpo por la ventanilla, el piloto interrogó a los asustados habitantes que se habían acercado cuando el aparato quedó detenido:
—¿A qué lado y a qué distancia está Puerto Rico?
—Aquisito mi capitán– dijeron varios de ellos, a tiempo de extender los brazos para señalar la dirección correcta.
El Arava viró en redondo, volvió a despegar y antes de los diez minutos aterrizábamos en la pista portorriqueña, muy parecida a la de Puerto Cavinas.
Al exilio
Ya en La Paz, volvimos a las celdas de la dop disminuidos en número. Ante las denuncias y la presión provenientes de todo el mundo, García Meza y Arce Gómez no sabían qué hacer con tantos prisioneros. Tuvieron que poner en libertad a algunos, a otros residenciaron en ciudades pequeñas, a muchos se les impuso la condición de presentarse diariamente a firmar un libro de asistencia. A otros se nos envió al exilio forzoso, mediante una cita previa con funcionarios del Comité Internacional de Migraciones de la ONU, para elegir un país que nos acogiera, trámite al que me negué porque no quise facilitarles mi expatriación.
Pese a tal negativa llegué a la ciudad de México, Distrito Federal, el 19 de noviembre de 1980, portando un salvoconducto que llevaba mi fotografía con barba de cuatro meses y la marca en rojo de un sello que decía: “Expulsado de Bolivia por extremista subversivo”. El país azteca me había concedido asilo político a solicitud de Cayetano Llobet, sin yo saberlo.
Allí comenzó otra historia.

Dulfredo Rua y Carlos Soria Galvarro en Puerto Cavinas (octubre de 1980)



Imagen del documento manuscrito elaborado en Puerto Cavinas el 26 de octubre de 1980 (dos páginas, anverso y reverso) material proporcionado por Arturo Villanueva Imaña.



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